Una de las tantas ocurrencias que surgieron del afán de Francisco Canaro y permitieron que su nombre quede para siempre en la historia del Tango fue cuando las orquestas —todas con repertorios puramente instrumentales— incorporaron un nuevo integrante: el cantor, que hasta entonces era solista.
Aparecieron, tímidamente, los cantores de la orquesta, los estribillistas. Los tangos hacía rato que tenían letra y ellos, solamente se adelantaban en el escenario para entonar unos pocos versos.
Fue Roberto Díaz el primero, según relato del propio Canaro en su libro de memorias.
Afirmaba que con ello podía llenar más la orquesta, darle otro tono en la grabación de los discos.
Este joven y pionero cantor ya había grabado con otras formaciones en carácter de solista, pero estos le hacían el acompañamiento, el vocalista no era una parte o un componente más de los mismos.